Último fin de semana de
septiembre y emprendí el ya tradicional viaje al Bierzo, a San Miguel de las
Dueñas, donde durante varios años he estado llevando a mis padres y una tía
materna para comprar miel y otras viandas a las monjas del monasterio, entre las
que se encuentran otra tía materna y una prima. Una vez expuesta esta cuando
menos confusa relación familiar, diré que este año hubo cambios en la
expedición, ya que mis padres no podían viajar esta vez así que en un principio
íbamos a ir mi tía y yo, pero a última hora se nos unió una amiga mía que tenía
ganas de conocer los confines del Reino de León.
Así que el sábado 29 de
septiembre, recogí primero a mi tía en su casa y salimos a buscar a Balbina,
Balby para los amigos, que así se llama esta amiga. El tiempo no auguraba nada
bueno, llovía sin parar si bien no con mucha fuerza; aunque el día anterior me
habían dicho que en San Miguel hacía sol, la perspectiva de pasar todo el fin
de semana pasados por agua no es que me hiciera mucha ilusión, principalmente
porque mi plan era ir a ver Las Médulas ese mismo día y podía convertirse en
una aventura en el barro.
Llegamos a San Miguel de las
Dueñas sobre el mediodía con la procesión a punto de empezar pues no en vano
estábamos en las fiestas patronales y, la verdad es que el santo patrón se
portó y no dejó que la lluvia desluciera su día: ni una nube en el cielo y un
tiempo más de verano que de otoño, estaba claro que el veranillo de San Miguel
no era ningún mito. Llegamos, decía al filo del mediodía y tras dejar a mi tía
en el convento, nos marchamos a Las Médulas con idea de recorrer los puntos
principales y comer por allí donde nos diera el hambre. Así que tras media
horita de trayecto adicional llegamos al pueblo de Las Médulas, desde el que ya
se ven algunas de las moles arcillosas de la antigua montaña que aún siguen en
pie. Dejamos el coche en el aparcamiento que hay a la entrada de la aldea y la
atravesamos para coger una de las rutas que recorren el lugar, en principio la
más corta pero la que nos lleva a las dos cuevas más famosas de la antigua
explotación: La Cuevona y La Encantada, se trata de los restos de dos galerías
por las que debió salir el agua lanzada con toda su fuerza por el interior de
la montaña hacia la zona de deyección donde se extenderían los terrones de
arcilla, rocas y escoria que habría que revisar y lavar en busca del oro.

Hicimos un recorrido bastante
llano en el que algunos robles pero sobre todo, castaños nos daban sombra y nos
mostraban sus erizos, verdes aún pero de tamaño considerable; muchos de
aquellos árboles estaban huecos por dentro, a pesar de lo cual seguían vivos y
con frondosas ramas; por lo que pudimos saber después, los árboles que así
estaban eran aquellos que habían sufrido los estragos de algún incendio
forestal; el castaño es un árbol que arde deforma muy lenta porque conserva
mucha humedad y eso le hace muy resistente a los incendios y por eso aunque
quede casi reducido a cenizas, mientras conserve un mínimo de humedad, volverá
a echar ramas y hojas y, pasado un tiempo , castañas.
Deshicimos el camino hasta La
Cuevona para tomar el sendero que debía llevarnos de vuelta a la aldea de Las
Medulas mientras hacíamos fotos de la ruta y charlábamos (yo poco para no
perder la costumbre). Cuando estábamos más o menos a medio camino, nos
encontramos con el camino que subía hasta el mirador de Orellán y decidimos
tomarlo a ver si la vista era buena.
La subida es de unos
Con esto, dimos por concluida
nuestra visita a Las Médulas y nos pusimos en marcha de vuelta a San Miguel de
las Dueñas, sin embargo aún hicimos una escala, ya que pasamos muy cerca del
lago de Carucedo y decidimos parar y acercarnos a verlo, para lo que tuvimos
que caminar unos cuantos metros, no muchos, desde el coche hasta la orilla en
medio de una vegetación bastante agreste pero mereció la pena, aunque sólo
fuera por ver salir huyendo unos cormoranes, que se asustaron con nuestra
llegada.
El lago se formó al cegar los
romanos con los escombros de la mina el curso normal del río, pero, como todos
los lagos de la zona, el lago de Carucedo encierra sus misterios y sus
leyendas; una de ellas es la que nos relata que este lago se formó por la abundancia de lágrimas de la ondina Carissia, enamorada del general romano
Tito, conquistador de El Bierzo. El año 19 antes de Cristo, Tito tomó Castrum
Bérgidum.
Castrum Bérgidum, actualmente Castro Ventosa, se halla cerca de Cacabelos,
en Fieros. Es un cerro que se divisa desde la carretera. Allí están las raíces
históricas de El Bierzo. La raíz «berg» es de origen nórdico, posiblemente
celta y significa altura.
Aquí establecieron sus tropas los romanos para vigilar la explotación de
Las Médulas.
La ondina Carissia vivía en la mítica ciudad de Lucerna y se enamoró
perdidamente del general romano, pero éste, dado que la ninfa era astur, raza y
pueblo que los romanos consideraban inferior, la burló y la despreció. La ninfa
sintió tal dolor que estuvo muchos años llorando y tantas lágrimas derramó que
se fue formando el legendario lago que anegó la mítica ciudad de Lucerna.
Así se llenó la hoya con agua cristalina, donde el sol refleja sus rayos en
una tonalidad azulada enmarcada entre las espadañas y las juncias.
Dice la leyenda que todos los años al amanecer del día de San Juan, cuando
se abre el alba y el sol dora las aguas se vislumbra en el fondo del lago el
reflejo de la ciudad de Lucerna.
En esa noche serena sale la ondina Carissia del lago de Carucedo a buscar
un guapo mozo que la requiebre de amores. Pero, como es tan grande el lago, es
difícil dar con ella. Alguna vez se ha encontrado en la mañana luminosa el
peine de cuerno con alguna hebra de sol entre sus púas, que la ninfa se dejó
olvidado en la orilla.
Siempre hay algún visitante del lago de Carucedo que románticamente se
acerca a la orilla y da un beso a sus aguas, para que la dama del lago se lleve
el testimonio afectivo del galán que siente la leyenda y alguno cree percibir
en las aguas azuladas algo así como un perfume de rosas silvestres.
Pero no hay una única leyenda. Cuenta Gil y Carrasco, autor de El Señor de
Bembibre, que el señor templario del castillo de Cornatel, que se encuentra por
las inmediaciones, cazaba por los montes de Borrenes y se topó con una hermosísima
pastora a la que poseyó por fuerza entre las encinas.
Un mozo de Carucedo enamorado de la pastora de Borrenes tomó venganza de la
afrenta y esperó al templario en una de sus cacerías hundiéndole el cuchillo en
el vientre. Por temor a las represalias se marchó a tierras de morería y al
cabo de muchos años volvió de peregrino a Compostela e ingresó de monje en el
monasterio próximo a Carucedo donde andando el tiempo fue nombrado abad.
Por las inmediaciones de aquellos lugares merodeaba una bruja que causaba
muchos males a los habitantes y ganados de la zona; así que éstos acudieron al
abad a pedirle que les librara de ella. El abad salió de noche para conjurar a
la bruja y cuál no sería su sorpresa cuando se la encontró y reconoció en ella
aquella bella moza de la que en su juventud estuvo enamorado.
De inmediato brotó entre ellos la pasión del amor perdido tantos años y
fueron al pórtico de la cercana ermita, donde el abad olvidó sus votos de
castidad con el agravante de estar además en un lugar sagrado.
En castigo, las torrenteras manaron agua acompañadas de un coro de rayos y truenos hasta inundar el valle y anegar la ermita, formando el lago de Carucedo, donde la noche de San Juan se puede oír el tañido de la campana de la ermita.
Como podéis ver, si nos acercamos
al lago la noche de San Juan podemos pasar una noche bastante entretenida entre
la ondina y la historia del abad.
Con ánimo de acercarnos al lago
por otro lado, entramos en el pueblo de Lago de Carucedo, curioso nombre para
un pueblo en el que llegar al lago es bastante difícil aunque al final lo
conseguimos. Habíamos dejado el coche estacionado junto a la iglesia y
aprovechamos para entrar en su recinto exterior, el interior estaba cerrado, y
subirnos a la espadaña a ver las campanas de cerca.
Con eso ya dimos por terminada
nuestra excursión y enfilamos hacia San Miguel, a donde llegamos un poco antes
de la hora de cenar. La cena fue, como siempre, sabrosa y abundante. Terminada
la cena, mis tías se quedaron charlando reja por medio pero nosotros, que
estábamos bastante cansados después del “pateo medular” nos fuimos a dormir
porque además, al día siguiente íbamos a madrugar para ir a ver amanecer des
algún punto elevado del pueblo.
Habíamos quedado a las 7:30 de la
mañana, por lo que, el despertador sonó un poco antes para dar tiempo a
despabilarse, forrarse un poco y salir a buscar ese punto elevado desde el que
ver la salida del sol. Hacía bastante frío, como corresponde a esa zona,
cercana a las montañas y con varios ríos cerca, cuando salimos del convento.
Nos dirigimos, en primer lugar, hacia la estación, pero nos dimos cuenta que
allí iba a ser difícil ver nada porque un edificio que realmente no pintaba
nada en San Miguel sino en un sitio más grande, nos bloqueaba la vista hacia el
Este, así que decidimos acercarnos lo más posible a la autovía que pasa
bastante elevada con respecto al pueblo; por fin encontramos un punto donde se
veían los montes hacia el Este bastante despejados; llegamos con bastante
adelanto porque de echo por el noroeste vimos ponerse la luna llena detrás de
una montaña pero el sol se hizo esperar un rato, hasta pasadas las 8:30 de la
mañana, no empezar a despuntar sus primeros rayos a lo lejos detrás de un
bosque y no empezamos a sentir al menos un poco de calor, más psicológico que
otra cosa porque aún estaba el sol muy oblicuo. Cuando el sol por fin “despegó”
de la tierra, volvimos hacia el convento, donde despertamos a mi tía para ir a
desayunar y donde entramos un poco en calor. El desayuno, copioso también y muy
variado, fruta, queso, café, galletas, pastas… en fin lo necesario para
reponerse de un buen rato al sereno como el que habíamos pasado.
Terminado el desayuno, fuimos
hacia el cobertizo donde estaba el coche para prepararlo para la vuelta a
Madrid y eso implicaba cargarlo y distribuir la carga bien por todo el coche
para que cupiera todo y, aunque suene paradójico, quedara espacio para
nosotros, cosa bastante difícil habida cuenta de la cantidad de cosas que
llevábamos: la miel, patatas, tomates, lechugas…en fin, lo que suele dar una
huerta. También llevamos unas pocas manzanas que recogimos de unos cuantos
manzanos que hay rodeando las colmenas de las abejas.
Acabamos la tarea justo para la
misa con la que se cerraban las fiestas patronales, tras la cual dimos un paseito
y nos fuimos a comer.













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